Le pedí la mano

 

 

 

Le pedí la mano, pero no para casarme con él, aunque vi correr el miedo por sus ojos por si acaso.
Había estado hablando durante tres cuartos de hora, con esa voz de cántaro roto, mientras yo escuchaba, algo abstraída, columpiándome en sus hombros cuadrados, mirando el rectángulo del mentón moviéndose como cuando habla una marioneta, contando los surcos de sus orejas y sopesando lo negras que tiene las pestañas. De vez en cuando yo hacía movimientos de cabeza, como en un tic, para que supiera que seguía el hilo de su discurso, emitiendo a veces algún sonido gutural parecido a un sí, un no, un claro, claro, o un nada de eso. Mientras iba grabando lo que me decía en algún lugar de mi cerebro, para rebobinar después y volverlo a escuchar cuando estuviera sola, yo estaba más interesada en sus manos. Grandes, como él, algo pálidas, elásticas, con uñas impecables, que me tenían embobada por la generosidad que transmitían.
Así que le pedí la mano. Me dio sólo una, algo mosquedado, claro, y medí todos sus parámetros entre las mías, almacenando datos en las líneas, sintiendo las almohadillas de sus músculos y la temperatura de ese cuero armado.
Como no era cuestión de rebanarle el cuello para llevarme la mano conmigo, así sin la premeditación de otras veces y en ese lugar tan concurrido, se la devolví en un gesto magnánimo y sin precedentes.
Voy a tener que controlar mi hobby de coleccionar manos, pero siempre quedará un hueco vacío para la suya en mi galería.

 

Foto: Hands

Tatiana Popova para shutterstock

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